Historia de la Agronomía


La agronomía se trata de una actividad muy antigua con origen en la prehistoria y es  actualmente un sector económico indispensable y fundamental en la alimentación mundial.
La agricultura como todo el restante saber del hombre, tuvo su origen en las experiencias  acumuladas al acervo cultural de la humanidad.

Desde tiempos muy remotos el Homo Erectus empezó a ocupar las áreas templadas del planeta tierra (hace más de 1500 años) en el antiguo continente, y en el éxito de su supervivencia sobre otras especies jugo un gran papel su capacidad de adaptarse al medio en el que se encontraba, así fue desarrollando normas de actuación ante determinadas condiciones que día con día fueron cambiando.

Estas experiencias se fueron trasmitiendo de generación en generación lo que dio origen a la cultura humana. En un principio el hombre fue depredador, es decir, se alimentaba de los animales que cazaba y de los frutos y raíces que le ofrecían de forma natural las plantas próximas a él. La agronomía en el proceso histórico del hombre, y a la luz de los conocimientos actuales surge en fechas relativamente recientes, concretamente alrededor de 900 a. de C. En la Época conocida como el Neolítico, de una zona de terreno que engloba a Mesopotamia entre los ríos Tigris y Éufrates y es conocida por los arqueólogos como la Media Luna Fértil creciente Fértil. Con el paso del tiempo y la adquisición de mayores conocimientos se abrieron nuevos caminos al desarrollo de la agricultura.
El rastro más antiguo de un cultivo descubierto hasta nues­tros días acaba de ser sacado a la luz en Jarmo, en el noroeste del actual Irak, en la antigua Mesopotamia, por el americano Robert Braidwood: se trata de granos de trigo y de cebada carbonizados.

El análisis de estos granos ha per­mitido determinar que se trataba efectivamente de granos de varie­dades de cultivo, ya que aún llevaban pedúnculos que los ha­brían mantenido sobre sus tallos, a diferencia de los granos de sus parientes salvajes, que no presentan tales pedúnculos.

Hace pues 11.000 años, los hombres identificaron gramíneas salvajes, recogieron sus granos, los reconocieron comestibles y concibieron la idea, extraordina­ria entonces, ya que se ignoraba todo sobre botánica y crecimiento de plantas, de sembrar estos gra­nos para obtener nuevas cosechas.

Es posible que esta invención proceda de la observación de los granos en el comienzo de su germinación. Ésta se hallaba re­vestida de un carácter mágico, ya que durante milenios los hom­bres asociaron la germinación a potencias divinas, en particular a una diosa de la fertilidad que sir­vió más tarde como modelo para la diosa griega Cibeles.

En América fue en el Nuevo Mundo, en el actual México, donde parece que los indios desarrollaron una cultura cerealista que sirvió de base para su alimentación durante casi siete milenios: la del Maíz. El origen del maíz doméstico continúa siendo impreciso, ya que se trata de un cereal que sólo libera sus granos con ayuda del hombre.

Los especialistas están divididos en sus posturas acerca de la identidad de la planta que dio origen al maíz doméstico; algunos incluso suponen que es asiático. Lo cierto es que las mazorcas de maíz doméstico mexicano eran mucho más pequeñas que las del maíz que conocemos hoy día; no medían más de 2,5 cm de longitud.

Con la práctica de la polinización cruzada, los Incas del Perú lograron mejorar el tamaño del maíz y, fueron plantas incas las que dotaron al maíz mexicano del vigor que le caracterizó a partir del siglo VIII a. de C.

Las dos últimas y grandes etapas del cultivo de cereales fueron la domesticación del mijo, que se realizó en China, 4.000 años antes de nuestra era, y la del arroz, que no tuvo lugar hasta 3.200 años antes de nuestra era, también en China. Es posible que el arroz fuera cultivado anteriormente en el sureste asiático e introducido posteriormente en China.

Una de las invenciones más importantes para la agricultura, la distribución de agua a través de los cultivos por medio de una red de canales, ha sufrido destinos sorprendentemente diversos según las distintas civilizaciones y épocas.

La referencia verificable más antigua que se conoce, se remonta al siglo IV o VIII a. de C. y se sitúa en Mesopotamia. Ayudados por la proximidad de los ríos  Tigris y del Eufrates, que aseguraban constantes reservas de agua, pero igualmente amenazados por violentos desbordamientos de estos ríos, los mesopotámicos pusieron a punto redes de canales provistos de compuertas reguladoras, gracias a las cuales su agricultura llegó a ser especialmente fértil.

También en Egipto, una red de riego muy vasta, cuya alimentación estaba asegurada por una alberca artificial gigantesca, el lago Moeris, permitió extender las superficies cultivables hasta el desierto.
Pero, paradójicamente, en Grecia ni en la época clásica ni en la helenística existió una red de regadío, y el país se vio limitado al cultivo en seco.

Por el contrario, los romanos utilizaron sistemáticamente el riego extensivo; gracias a ello lograron transformar las provincias de África del Norte en los “graneros del imperio”.

La práctica de la rotación de cultivos o de cosechas, cuyo objetivo es evitar el empobrecimiento de la tierra, es una de las mayores invenciones dentro de la agricultura.

Progresivamente impuesta por la sedentarización, y luego por la creación de los grandes centros urbanos, parece haber sido utilizada ya en el tercer milenio anterior a nuestra era sobre la base de un cultivo de invierno, un cultivo de primavera y un ter­cer año de barbecho, que es lo que llamamos una rotación trienal, la cual, gracias al juego de alternancias, y gracias a los abonos, aseguraba una producción media de cereales.

Curiosamente, tardó mucho en imponerse, aunque fue aplicada sistemáticamente por los romanos en las explotaciones agrícolas del impe­rio desde los siglos II o III (los romanos intentaron imponer durante mucho tiempo la rotación bienal, la cual, según parece, se practicaba paralelamente a la trienal).

Pero hasta el s. XIII, Inglaterra no la adoptó, y hasta el siglo XVI, Rusia no reconoció su importancia. Esta práctica crucial tardó pues casi cinco siglos en imponerse en el norte de Europa y nueve en el este.

Sus consecuencias fueron enormes: La primera en importancia fue la extensión de pastos en barbechos, que resultó muy beneficiosa para la cría de animales y aseguró la expansión del caballo.
Una segunda consecuencia fue la extensión del trigo, que sustituyó prácticamente en todas partes al mijo, hasta entonces favorecido porque cansaba menos el suelo. Modificó así la alimentación, que se basó además de en el trigo, en los tres cereales de primavera más extendidos: la avena, el trigo marzal y las leguminosas.

Una tercera consecuencia accidental fue el mejor rendimiento del ganado. Esta mejora no sólo debe atribuirse a la extensión de los pastos y a la nueva abundancia de avena, sino también a un error: cuando el ganado no prosperaba en un pasto se atribuía a las malas hierbas, las cuales se encalaban enton­ces para ser quemadas; sin embargo, era la falta de calcio lo que sufría el ganado, y el encalado suplía esta carencia.

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